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Signos de los Tiempos para una Iglesia en Crisis
 
El Concilio Vaticano II fue el mayor reconocimiento que hizo el atleta rezagado que requería apurar el tranco. Y lo logró. Pero el impulso le duró solo unos pocos metros...
Cristián del Campo, SJ, Reflexion y liberacion
 
Imagínense una carrera de 10 mil metros en las Olimpíadas. Dos corredores van palmo a palmo, peleando la punta a un tranco notoriamente coordinado. Cuando quedan dos vueltas, uno empieza de a poco a distanciarse. Pero cuando suena la campana que indicaba los últimos 400 metros, el puntero apuró aún más el tranco y se alejó, y se alejó, y se alejó…hasta llegar a la meta, dejando al otro a gran distancia.

Algo así ha ocurrido con la Iglesia y la sociedad. Ya con el nacimiento de la modernidad éstas comenzaron a distanciarse. La primera mantuvo el tranco cómodo que le aseguró el liderazgo por muchos siglos, mientras la segunda había comenzado a apurarlo. La Iglesia se confió, pensando que la sociedad no llegaría demasiado lejos. Pero en el s.XX el ritmo del mundo se hizo insostenible para una Iglesia acostumbrada a otro tipo de carrera.

Eso lo intuyó Juan XXIII cuando convocó al Concilio Vaticano II: sabía que nuestro tranco no estaba a la altura de la carrera contemporánea. Hoy, a 50 años de la inauguración del Concilio Vaticano II, necesitamos con urgencia volver a discernir los signos de los tiempos, porque el mundo nos sigue sacando vueltas de ventaja, y corremos el serio riesgo que ya no seamos ni siquiera invitados a la próxima carrera.

Necesitamos, en primer lugar, discernir qué significa para nosotros cómo Iglesia la democracia, como uno de los grandes logros del siglo pasado. El Vaticano II algo de eso captó y lo trasmitió con una profundidad teológica potente: antes que nada, todos somos iguales, porque somos bautizados. Así de sencillo. Luego conversemos sobre los diferentes aportes en este cuerpo que es la Iglesia, pero no sin antes afirmar una y otra vez que lo primero es lo primero: somos iguales. Pero, ¿lo somos en verdad? Con una mano en el corazón, hay que decir que no. Seguimos dándole demasiada importancia a la diferencia funcional proveniente del sacramento del orden, desde donde se constituye la jerarquía de la Iglesia. Democracia no es que todos hagamos lo mismo, ni necesariamente “una persona, un voto”. Pero que al menos existan espacios reales de participación. Esta es una tarea en la que los curas y obispos estamos al debe. No terminamos de soltar el poder. Nos cuesta demasiado. Primero, por el hecho de ser hombres, y a los hombres nos gusta el poder. Y, segundo, porque somos célibes, y el poder compensa nuestras carencias. Pero también es tarea de los laicos ¿Qué esperan para pedir más espacios? No están pidiendo un favor, sino lo que les corresponde como miembros plenos de este cuerpo. Que esos espacios se abran dependerá que lo hagamos desde ambos lados: desde quienes tenemos que soltar y desde quienes deben creérsela de una vez y comenzar a pedir cancha.

Si la participación laical es esencial, doblemente lo es la participación de las mujeres. Hay que jugársela por abrir más espacios a religiosas y laicas ¿No fue el s.XX el siglo de la emancipación femenina? ¿No es algo de lo que tengamos todos que estar orgullosos? Este soplo poderoso del Espíritu Santo ni siquiera nos ha despeinado en la Iglesia. Seguimos en las mismas, como si ellas fueran miembros de segunda categoría. ¡Necios! Necios todos los que no terminamos de ver que son ellas las que sostienen nuestra Iglesia.

¿O alguien se creía que éramos los curas los que la sosteníamos? ¡No! Son ellas las que no permiten que nuestras parroquias se vacíen de gente, las que como catequistas forman a nuestros niños, las que en cualquier velorio —independiente si hay o no un cura— se sientan al lado de la familia del difunto y llevan la voz cantante con el Rosario. Tenemos demasiado pendiente en esta materia, demasiado. Es imperativo confiar en ellas para que lideren la discusión en temas como la educación de nuestros niños, las relaciones de pareja, la planificación familiar, la vivencia de la sexualidad. En estos y en tantos otros temas ellas nos dan cancha, tiro y lado. Integrarlas es acoger un signo macizo de nuestros tiempos. Si no, terminaremos de sentenciar un machismo que sólo perdura en algunos regímenes fundamentalistas islámicos.
Hay un tercer signo incuestionable de nuestros tiempos, un logro maravilloso y humanizante de nuestra sociedad: la sexualidad, aquella nueva y más sana valoración que hacemos de nuestro cuerpo ¿Lo hemos acogido como Iglesia? Demasiado tímidamente. Seguimos mirando con desconfianza la sexualidad, infectados aún con una teología agustiniana que sospecha de nuestras pasiones, del placer y del amor como eros. Hay que volver a repetir contra todo gnosticismo, como si fuera una jaculatoria: el Verbo se hizo carne. En lo más ortodoxo de nuestra tradición está el dogma de la encarnación, y una consecuencia de esto es que nuestra sexualidad hay que agradecerla y celebrarla, y no mirarla con vergüenza ni menos referirnos a ella solo para hablar de pecado. Pero nada diremos relevante si primero no nos adentrarnos en sus complejidades, reconociendo nuestro analfabetismo en el tema, y permitiendo, con humildad y un mínimo de realismo, que nuestra moral sexual no puede estar definida solo por célibes.

El Concilio Vaticano II fue el mayor reconocimiento que hizo el atleta rezagado que requería apurar el tranco. Y lo logró. Pero el impulso le duró solo unos pocos metros ¿Qué haremos ahora? ¿Lamentarnos y echarle la culpa a la pista, al competidor, al público, al clima? ¡No, pues! Pongámonos de pie, e inspiremos profundamente. El aire está lleno del Espíritu que nos permitirá correr en este mundo como Dios manda.
 
Cristián del Campo, SJ
Capellán de Un Techo para Chile y Un Techo para mi País
 


Mis memorias del Concilio Vaticano II
Juan Arias


Estaba comenzando mis andanzas periodísticas en el vespertino Pueblo de Madrid, hace ahora 50 años, cuando llegó la noticia de que el anciano Papa Juan XXIII, hijo de campesinos, había convocado un Concilio Ecuménico.

Pocos, entonces, en la oscura España de Franco, sabían del todo lo que eso podía suponer para el mundo. Yo acababa de licenciarme en Teología en la Universidad Gregorina de Roma, y allí me mandaron corriendo, como enviado especial, Emilio Romero, Jesús de la Serna y Juan Luis Cebrián, que eran el trio que dirigía el periódico.

Llegué a Roma y corría la voz de que el entonces conservador arzobispo cardenal de Génova, Giuseppe Siri, había reunido a una docena de cardenales para estudiar la posibilidad de deponer a Juan XXIII por su “locura” de haber convocado un Concilio Universal de la Iglesia, cuando aún Europa sufría las consecuencias de la II Guerra Mundial y la Iglesia tenía obispos encarcelados por los regímenes comunistas del Este de Europa.

Una de las estrategias fue entrevistar a famosos cardenales progresistas extranjeros, ya que se pensaba que Franco no iba a censurarles por miedo a las críticas internacionales. Y así lo hicimos.

Recuerdo, sin embargo, las dificultades para entrevistar, por ejemplo, al que era el primer cardenal africano de la Iglesia, Laurean Rugambwa. Era de una sencillez aplastante que contrastaba con la pompa y la majestad de los cardenales europeos. Sentado en el filo de una silla del locutorio de unas monjas, esperaba mis preguntas como un colegial que iba a ser examinado. Y, sin embargo, me dio una de las mayores lecciones de mi vida periodística. Le pregunté qué significaba el Concilio para él. Y él me preguntó, a su vez, para qué parte del mundo. Entendí la ironía y le repliqué que para África, por ejemplo. Volvió a la carga: “¿En qué parte de África?” En su diócesis, Eminencia. Y de nuevo: “¿En qué parte de mi diócesis?” Cuando me vio desarmado me explicó sin arrogancia que ese era el peligro del Concilio y de la Iglesia: querer promulgar normas universales cuando en su misma diócesis lo que servía para una tribu no servía para la otra. Y me recordó también como, por ejemplo, para los cristianos africanos el celibato obligatorio no tenía sentido ya que para ellos un varón sin esposa y sin hijos era algo incomprensible y hasta humillante.

El Concilio Vaticano II no consiguió toda la renovación que querían los más avanzados, pero tampoco lo que hubiesen deseado los más conservadores. Fue de algún modo una primavera en la Iglesia. Los obispos de todo el mundo pudieron durante tres años desentrañar los problemas aparcados durante decenios y de sus documentos salieron las líneas maestras, por ejemplo, para la Teología de la Liberación, una nueva teología del laicado y una liturgia celebrada en las lenguas vernáculas.

Juan XXIII, que según su secretario Loris Capovilla se olvidaba hasta de ser Papa y le pedía que en algunas

cuestiones “consultara con el Pontífice”, convocó el Concilio con la mayor naturalidad.

Llegó a decir que se le había ocurrido la idea “mientras se afeitaba una mañana”.
Era una forma de quitar importancia a su grave decisión y los cardenales quisieron aprovechar para boicotear la idea.

Roma ya ni se acordaba de la última vez que un Papa había convocado a todos los obispos del mundo para discutir juntos los problemas más universales de la Iglesia católica, que en aquel momento, después del polémico pontificado de Pío XII, acusado de no haberse atrevido a condenar el nazismo, estaba sufriendo un gran bloqueo internacional.

Era una Iglesia profundamente conservadora, aunque algunos episcopados del centro de Europa vivían internamente una revolución y aplaudieron la idea del Concilio como una posibilidad de abrir puertas y ventanas de la Iglesia a una idea más moderna de entender la fe. Fueron aquellos episcopados los que llevaron como asesores a los jóvenes teólogos Hans King y Joseph Ratzinger, el actual pontífice, que entonces militaba en las filas del progresismo.
Nada más anunciarse el Concilio, la Curia romana se armó para convertirlo en un instrumento para fundamentar las ideas más conservadoras y hasta prepararon un documento con los temas que debería tratar el congreso. Algunos tan peregrinos como que un sacerdote no podía viajar en coche con una mujer aunque fuera familiar suyo.

Juan XXIII, que de tonto no tenía nada, quiso enseguida desbaratar aquella estrategia de la Curia y ya en su discurso de apertura trazó las líneas maestras de lo que pretendía con el Concilio, condenando desde el primer momento a los conservadores, a los que llamó “profetas de desventuras”.

Convocó aquella noche a los fieles de Roma a la plaza de San Pedro y, señalándoles la luna llena, les invitó a tener esperanza y a rezar para que el Concilio fuera capaz de renovar la Iglesia.

No fue fácil para un joven periodista como yo, a pesar de haber estudiado en Roma, adentrarse en los entresijos de aquel Concilio con 3.000 obispos de todo el mundo conspirando muchas veces entre ellos y con fuerzas enfrentadas como los progresistas episcopados de Alemania, Bélgica, Francia y Holanda y el ultraconservador episcopado español que había estado comprometido con la dictadura franquista. Y menos fácil fue informar entonces de aquel acontecimiento con tantos aspectos políticos entrelazados con los teológicos para un diario que sufría aún la censura franquista.

Recuerdo las dificultades para dar título a un artículo. A veces La Serna y yo pasábamos media hora al teléfono para concretar el titular que dijera sin decir.

El entonces arzobispo cardenal de Sevilla, al volver a su diócesis, dijo a sus sacerdotes: “Y ahora a esperar que las aguas vuelvan a su cauce”. Volvieron, por desgracia, aunque solo en parte, gracias a la resistencia que al Concilio hiciera más tarde el teólogo Ratzinger que de joven asesor progresista del episcopado alemán pasó a ser el cancerbero de la inteligencia de la Iglesia, condenando a sus mejores teólogos.

Es una triste ironía que sea hoy Ratzinger, que llegó a escribir un libro contra el Concilio, el que deba celebrar el cincuentenario de su celebración. Y lo hará con el Vaticano bajo proceso involucrado en sucias intrigas palaciegas como en los tiempos de

tinieblas de la Edad media. Y, sin embargo, el Concilio Vaticano II no fue inútil y dejó profundas huellas de renovación en la Iglesia.

Las polémicas entre los diferentes episcopados del mundo, que llevaron al centro de la cristiandad los problemas más agudos y actuales de las iglesias periféricas, fueron a veces durísimas. Sobre todo cuando, a mitad del Concilio, falleció Juan XXIII. Le sustituyó en el papado, y por tanto fue el continuador del Concilio, el intelectual Pablo VI, que fue vigilado, cuando era cardenal, por la Congregación de la Fe por sus posturas progresistas.

Sin embargo, los episcopados más conservadores influyeron con el Papa Montini, que entre sus defectos tenía el de dudar continuamente, hasta el punto de ser llamado el Papa hamlético, para frenar a las alas más avanzadas que habían acabado con Juan XXIII dirigiendo los trabajos del Concilio. Y gracias ya entonces a aquellas presiones sobre Pablo VI, algunos avances ya proyectados en las discusiones se quedaron en el tintero.

Algunos, no obstante, siguieron adelante y ciertos documentos del Concilio supusieron una revolución en la Iglesia de entonces anclada a la defensiva del mundo.
El Vaticano II acabó dando un espaldarazo al llamado “mundo laico”, a los cristianos seglares que habían estado siempre marginados en una Iglesia profundamente clerical. Fueron discutidos a fondo los temas sobre el triunfo en el mundo del comunismo ateo.

Recuerdo que el cardenal arzobispo de Cracovia, que acabaría siendo Juan Pablo II, Joseph Wojtyla, que era el obispo más joven de todo el Concilio, presentó un documento alternativo al aprobado por mayoría en el congreso en el que se acusaba a la Iglesia de su divorcio del mundo obrero de entonces, de haber dejado espacio al comunismo ateo. Wojtyla echó todas las culpas al comunismo, que pidió que fuera condenado por el Concilio.

Otro tema espinoso discutido fue el de la sexualidad, en el que la Iglesia siempre acababa tropezando. Si hasta entonces era vista por la Iglesia solo como un instrumento para la procreación, considerando pecado cualquier otra motivación, el Concilio discutió por primera vez la posibilidad para los cristianos de que el ejercicio de la sexualidad pudiera ser visto también como “una nueva forma de diálogo” entre las personas.

Una de las mayores dificultades del Concilio, sobre todo en los temas más delicados, fue que los progresistas, por miedo a que las cuestiones más avanzadas pudieran ser rechazadas de plano, aceptaban muchas veces un texto llamado “de compromiso”, en el que se dejaba espacio también para la tesis contraria. En algunos de esos textos, que acabaron siendo ambiguos, se basaron después los conservadores para rechazar lo que el documento tenía de innovador para poner el énfasis en la parte conservadora del texto.

Lo más importante quizás de aquel Concilio fue que por primera vez asuntos que hasta entonces eran tabúes en la Iglesia se sometieron a discusión y en público. Fue un debate entre los 3.000 obispos del mundo hecho a la luz de todos que permitiría a muchos episcopados que estaban ya abiertos a la renovación de la Iglesia a volver a sus diócesis con las manos más libres para imponer reformas audaces hasta entonces imposibles.

Una de las reformas más profundas fue la de la liturgia, que de alguna

forma simbolizaba el atraso ideológico de la Iglesia con sus misas celebradas frente a la pared, en latín, que nadie entendía sin participación del laicado.

Hoy nos parece normal ver a un seglar distribuir la Comunión en la misa, o ver a una monja actuando en el altar. Entonces era un sacrilegio. Los conservadores que no aceptaron nunca la apertura del Concilio, lo primero que hicieron más tarde fue volver a las misas en latín y celebradas de espaldas a los fieles.

En el campo teológico, el Concilio llevó a cabo una de las mayores revoluciones pasando de una teología que se servía de los textos bíblicos como comodines para probar sus tesis, a, al revés, dar paso a los estudios bíblicos como fundamento de la teología. Si hasta entonces existía solo la teología dogmática creada por la Iglesia, de espaldas a los textos bíblicos, después del Concilio la teología más importante fue la que arrancaba del análisis hermenéutico de los textos sagrados. Hasta el punto de que los primeros teólogos, sacerdotes y religiosos que abandonaron la Iglesia fueron los expertos en temas bíblicos. El Concilio les hizo tomar conciencia de que la Iglesia había abandonado el estudio del corazón del cristianismo, como lo son los Evangelios y la Biblia en general, para elaborar una teología a la pura luz de la filosofía aristotélica. Fue el primer gran éxodo de sacerdotes que se pasaron a la vida secular.

Aquellos estudios bíblicos dejaron claro, por ejemplo, que la prohibición a la mujer de ejercer funciones sacerdotales no tenía fundamento bíblico, pues las mujeres habían ejercido funciones sacramentales ya en el siglo primero del cristianismo. También se quedó sin fundamento bíblico la imposición del celibato obligatorio, ya que hoy, con un análisis hermenéutico de los textos bíblicos, no es difícil probar que Jesús estaba casado como lo estaban todos los apóstoles, ya que lo extraño era que un judío no formara una familia.

En ningún momento se dice en los textos sagrados que Jesús fuera virgen. Antes del Concilio era totalmente imposible ni siquiera discutir estos temas. Hoy, como mínimo, existe esa libertad sin caer en la hoguera de la Inquisición. Hay quien piensa que este sería un buen momento para convocar un nuevo Concilio que recogiera la bandera del Vaticano II, que continuase la renovación de la Iglesia a la luz de los nuevos descubrimientos de la ciencia que cuestionan viejos dogmas y tabús católicos. Un Concilio que acabara, por ejemplo, con el absurdo de un sucesor de Pedro, jefe de Estado, de un Estado Vaticano, regalo de Mussolini al Papa, antro tantas veces de las peores intrigas y crímenes ocultos tanto humanos como financieros.

Claro que la convocatoria de un Concilio es un arma de doble filo. En manos de un Papa conservador puede suponer una vuelta atrás en lo ya conquistado. Con Juan XXIII, la Curia romana probó a domesticar el Concilio. No lo consiguió gracias a la visión profética del Papa hijo de campesinos y del fino intelectual Montini. Hoy, por ejemplo, con el Papa Ratzinger, que llegó a escribir un libro condenando el Vaticano II y sosteniendo que la Iglesia entonces se había equivocado, un Concilio sería un verdadero desastre.

Mejor que los teólogos más abiertos aprovechen este 50 aniversario del que fue apellidado “el Concilio de la esperanza” para mostrar sus luces, que tantos intentan enterrar.

 

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